Saturday, November 20, 2004

Los marcianos llegaron ya. Gustavo Sainz

El nuevo libro de Mario González Suárez, Marcianos leninistas, escapa a las clasificaciones ordinarias de género, pues no es ni una novela propiamente hablando ni un libro de cuentos. Incluso carece de índice. Se desarrolla en un sinnúmero de lugares, la ciudad de México, una ciudad rusa, China en la época de una purga maoísta, quizás Polonia, Centroamérica, o más bien la selva en algún lugar sudamericano, Argentina, Cuba, el sanatorio de un psicoterapeuta, una colonia marginal en el DF, y además se recogen observaciones sobre el arte de la lobotomía, el turismo espacial, el sentido de la palabra qualia, qué hacer en caso de secuestro por una nave espacial, y se incluyen dos fotografías, una de cuatro orientales tomando un baño en el Yang-tsé, y otra de un satélite que parece hecho con latas de conserva deshechadas. A pesar de que algunos personajes pasan de un relato a otro, como el doctor G, o Bórriz, y quizás el narrador adolescente obnubilado por su tía que luego es becario en la Unión Soviética, o quizás el tío desaparecido del narrador que luego es protagonista, o la chica que maneja un camión de carga que después aparece con otros nombres. Se habla también de marcianos, naves espaciales, visitantes extraterrestres y todo tipo de conjuras y apostillas. Pero todo es posible, incierto, como si, a la mejor, más o menos, y sobre todo campea una ironía de la mejor clase, tantas travesuras, y una reflexión sobre la lengua y las estructuras narrativas que nos gratifican gratamente.
El libro comienza con un subtítulo, Ludibrium. Según el autor esto es “un género literario inventado a finales del Renacimiento en Alemania, y quiere decir juego serio o broma mística”. Luego empieza un trozo narrativo titulado Autobiografía revelada, adonde un joven de clase media, en un tono que recuerda lo mejor de Woody Allen, recuenta su vida y la intriga que le causaba la desaparición de su tío, probable activista político. “Aún no me aclaro si este mundo es un callejón donde me perdí o una estación obligada antes de continuar el siguiente episodio” (9) El relato es astuto y no carece de promesas inquietantes: “la realidad me resultaba algo indefinible, un amasijo de emociones, una piedra que sangra”. Termina en que la deseable tía del protagonista se va al probable encuentro del tío. Después, en vez de continuar esta prometedora historia, aparece un epígrafe, en un apartado titulado Qualia, sobre “los martícolas”, y sigue otro relato, En russki, con las atribulaciones de un grupo de estudiantes mexicanos en la Unión Soviética. El despistado lector puede creer que se trata del joven clasemediero del primer relato, pero quizás no, y además no importa. Aquí también hay conspiraciones, secretos, grupos en pugna, conjuras, y en cuanto se termina, otra Qualia, sobre las conveniencias de mandar un agente hipersecreto a los Estados Unidos, quién sabe con qué fin. Esta estructura, relatos interrumpidos o separados por Qualias, se mantendrá durante el resto del libro. Inútil buscar ésta palabra en el diccionario. Pero el autor mismo nos la explica en un epígrafe atribuído a John R. Searle: “No hay sino conciencia, que consiste en una serie de estados cualitativos”, y “todos los fenómenos conscientes son experiencias cualitativas y de aquí que sean qualia” (185).
En estos intermedios se rompe toda coherencia, y se presentan desde una serie de afirmaciones terminantes, como “Las drogas necesariamente las vende el gobierno”, o “Dios existe para quien lo invoca, no es propiedad de la Iglesia” (109), o “Es un derecho de los individuos reflexionar sobre la conveniencia de que el mundo siga existiendo” (110), o “Dí lo que quieras” (111), hasta “How to deal with a UFO sighting or abduction” (149). Como en todo libro posmoderno que se respete hay citas en ruso, alemán, inglés, y jerga latinoamericana.
Los relatos van progresando a audacias de diferente clase, desde abolición de mayúsculas en nombres propios, hasta abolición absoluta de mayúsculas y casi de puntuación, y omisión del espacio entre las palabras, como en latercerainterplanetaria (113), hasta el forzamiento de la sintaxis para parodiar el lenguaje telegráfico de los agentes policiales, como “mi misión en República de México instrucciona corroborar datos informados al Comité Central por el agente camarada Evgeni Iukov, acorde pasaporte” (129), hasta la jerga y el paroxismo de El Pelochido (237), una de las narraciones mejor conseguidas del libro. Finalmente quiero hacer referencia al último relato del volumen, Arroz Fumanchú, adonde las amarras tradicionales del contar son brutalmente abolidas, y todo pasa como a una región onírica nunca antes visitada. Así, el texto comienza con “Cierta vez en un planeta muy lejano alguien soñó”, y dos páginas después “Horacio pensó que él también era Emmanuel” (292), o más adelante “Horacio apenas se percató de que era un infante”, o “Sabía lo que a continuación sucedería” (297), o “No pasaron ni diez años lineales cuando se abrió la puerta del estacionamiento” (299), o “Llegado a este nudo del sueño no quedó duda de que también en este cosmos combatían fuerzas antagónicas irreconciliables contrarias enemigas adversas” (303). En fin, ya nada es como era, y por donde quiera hay arenas movedizas, y una inteligencia maliciosa vigilándolo todo. Después del último Qualia hay un epígrafe adonde se vaticina que “Del mundo no quedará nada…”
Entretanto gocemos ésta singular lucha por la expresión, y Mario González Suárez está más que preparado para enfrentarse a las palabras y nos ha entregado esta deliciosa extravagancia, esta fiesta, este juguete lleno de cohetes y de ironías y sabiduría, y de sonrisas amargosas y risas destempladas. Una bella lección de cómo debe escribirse después de Arreola, Paz, Fuentes, Pacheco, Del Paso, Monterroso, y tantos otros.


Marcianos leninistas
Mario González Suárez
México, Tusquets, 2002, 340 p
ISBN 970-699-061-5

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